Si te exiges ser feliz, ya te estás castigando por no lograrlo. Si aceptas que no siempre puedes serlo, estarás más cerca de alcanzarlo.
A menudo vivimos bajo un mandato que nos esclaviza, el de tener sentir emociones positivas la mayor parte del tiempo y borrar de nuestra vida las negativas.
Pocas veces somos conscientes de la trampa que supone dicha exigencia, la que nos dice que tenemos que alcanzar algo imposible de lograr, algo que nos esperará
junto a una gran carga de culpa para encontrarnos cuando el sentimiento de fracaso
llegue.
El camino directo que nos marca esta norma es sugestivo, pues promete lo que todos anhelamos; ausencia de malestar y plenitud de bienestar. Pero, como muchos de los
sueños que nos acompañan desde que ponemos nuestro pie en este planeta, sigue perteneciendo al terreno de lo fantaseado, no de lo alcanzable.
Si cambiamos el enfoque y pasamos al de ser comprensivos con nosotros mismos ante nuestra propia realidad, la de estar obligados a convivir con la dicha, la
congoja, el amor, el odio y muchísimas otras emociones de las que es imposible deshacernos, ya estaremos comenzando a hacer algo supremo, a amarnos; darnos consuelo por tener que convivir con lo
desagradable y, a la vez, animarnos por la suerte de sentir todo lo que nos motiva a seguir hacia delante.
Querernos, tener compasión con nosotros, con nuestra debilidad, con la gran dificultad que debemos afrontar al tratar con la ardua tarea de ser lo más felices que
podamos a sabiendas de que es imposible, ya es un gran paso, uno enorme, uno que nos ayudará a conllevar lo que nos toca, a hacer que ese peso sea mucho más liviano y, a la vez, que quede más
espacio para que la alegría, la confianza, el afecto,..., encuentren la vía por la que transitar.